jueves, 26 de agosto de 2010

El Carnaval Santafesino

Quizás una de las costumbres más antiguas de la humanidad haya sido el Carnaval; costumbre que ha perdurado a través de los siglos, y que aún continúa con toda su sugestión y magia.

Su origen se remonta a las antiguas fiestas de griegos y romanos en honor de sus dioses; festejos paganos en honor de Saturno o lujuriosas bacanales que enloquecieron a los pueblos de entonces, para convertirse más tarde en el auténtico Carnaval, establecido en la Edad Media, como rara antesala de la Cuaresma.

Desde entonces "la vida ha sido un carnaval", como dice algún tango. En América su culto se entronca con las ceremonias religiosas de quichuas y aimaráes en lo que hace a nuestro territorio, siendo así el Carnaval una fiesta de "neto sabor telúrico y profundo simbolismo", donde lo pagano se mezcla con lo trascendente en medio de un sonar de cajas, quenas o bombos y un desborde sin tregua de aloja y chicha, inspiradores báquicos del hombre del altiplano.

En nuestra vida independiente, a través de los españoles, la tradicional fiesta se prolongó en la sociedad criolla, pero con grandes intervalos y en forma e intensidad distintas según los pueblos o ciudades. En Buenos Aires, por ejemplo, el Carnaval tuvo un gran despliegue, especialmente en los barrios del sur: San Telmo, Monserrat y otros aledaños, donde la población de negros era muy numerosa. Luego cundió en el centro. Debido a sus excesos, en 1830, Tomás Guido ministro de Gobierno llamó a la reflexión a los habitantes de Buenos Aires para que controlaran o se abstuvieran de esa "cosa tan humillante como perniciosa". Y dentro de esta política, el Ilustre Restaurador de las Leyes, en 1844, luego de extensos considerandos, sobre la moral y demás extravíos de los hombres declara "abolido y prohibido para siempre el juego del Carnaval".

En la ciudad de Santa Fe, por aquellos años de don Juan Manuel, la popular fiesta pasó desapercibida, pero no fue prohibida del todo. Hay que tener en cuenta que durante los años de las luchas civiles el Carnaval, como otras fiestas populares, quedaron reducidas cuando no suprimidas, por las lógicas razones de toda guerra, donde no hay tiempo para el jolgorio.

Llegada la época de la Organización Nacional el dios Momo asoma recién su cabeza entre nosotros. Sobre estos carnavales del pasado siglo, en su parte final, han escrito muchos de nuestros historiadores, entre los que cabe mencionar a Floriano Zapata, Clementino Paredes, Jo-sé Pérez Martín, Mateo Booz y Agustín Zapata Gollán; sin olvidar a Lina Beck Bernard que, aunque extranjera, alude también al tema. De todos éstos, es indudable que es el Dr. Paredes quien nos proporciona más abundante material. También acudiremos a los relatos que nos hacía nuestro padre, testigo y protagonista de aquellos inolvidables carnavales.

En los primeros tiempos el corso santafesino se realizaba en las arenosas calles de nuestra ciudad; así también era la polvareda que hacían los carros, las comparsas y los jinetes disfrazados. Debido a eso, previo al corso, cada vecino "baldeaba" prolijamente el frente de su casa. El primitivo recorrido del corso era por calle Comercio (hoy, San Martín) desde la Plaza de Mayo hasta Tucumán; desde ahí se doblaba hacia el oeste, y se retornaba por calle San Jerónimo hasta 23 de Diciembre (hoy General López). Más tarde se prolongó hasta Humberto I, llegando así hasta el bulevar, ya en nuestro siglo.

Debido a la tradicional puja o rivalidad entre los del sur y los del norte, hubo un tiempo en que cada barriada tuvo su corso. El sureño llegaba, por calle Comercio, hasta Rosario; y cuadras más, los norteños hacían el suyo. Con el tiempo, limadas las asperezas, que no eran tales, los corsos se unificaron, y también los vecinos.

En cada Carnaval no había santafesino que no sacara a relucir sus pilchas o platería o adornara su vehículo a sangre de la mejor forma posible. Y así, coches de plaza, breackes, milores o landós, tirados por hermosos troncos, lucían orondos en las carnestolendas. En 1888 desfiló por las calles un carro, donde se levantaba un rancho de utilería, totalmente cubierto de nardos hasta el techo y tirado por seis caballos. En otra oportunidad dice el cronista se presentó un milord, tirado por tres yuntas de caballos, y uno plateado al frente, que lo manejaba Albino Crespo, solamente con las riendas. Don Albino, a quien tuvimos el gusto de conocer ya en su vejez, era en sus años mozos el azote del barrio, especialmente en los días de Carnaval. Sus bromas eran famosas y se le temía. Una vez, debido al chichoneo que le hicieron unos amigos suyos, cuando paseaba por el corso, a caballo, no tuvo mejor idea que enlazar a uno de ellos, y llevarlo así, entre paradas y tumbos, durante varias cuadras. En otra ocasión, el día llamado del "entierro del Carnaval", es decir, el último, cuando se quemaba el "Judas", un extraño y enorme muñeco, al que se lo llenaba de cohetes y bombas de estruendo, ceremonia a la que concurría todo Santa Fe (en el barrio sur), Albino Crespo, trepándose a hurtadillas por las barrancas de San Francisco, y faltando todavía dos horas para que empezara el festejo con los fuegos artificiales, se acercó subrepticiamente al muñeco custodiado por un viejo guardiacárcel y le prendió fuego. Demás está decir la indignación de los vecinos que, al llegar al lugar a la hora indicada, sólo pudieron contemplar las cenizas humeantes de Judas, junto a las carbonizadas cañitas voladoras y cohetes. Cuando la gente volvía esa noche apesadumbrada por la Plaza de Mayo, Albino el moderno Nerón reía a mandíbula suelta en lo de Merengo, junto a sus amigos.

Los coches que más llamaban la atención en los corsos de entonces eran los de Rodolfo Bruhl, Luciano Leiva, Néstor de Iriondo, Paulino Llambí Campbell, Luis Bruno, Ignacio C. Risso, Eugenio Alemán, Javier Silva, José Gálvez y José María Echagüe, entre otros.

Eran famosas en esa época las patotas, especialmente las que se formaban en la vereda del Bar Quo Vadis (San Martín entre Salta y Mendoza) y del Gambrinus (entre Mendoza y 1ra. Junta), o la que tenía su cuartel en el café de Aguirre y Bonechea, en calle San Martín y Moreno. Eran también temibles las establecidas en el almacén de D. Francisco Lafuente (San Martín y Gral. López); en la tienda de D. Sixto Sandaza (San Martín y Rosario); en la farmacia de D. Dalmiro Videla; en la tienda de D. Pedro Saldaña; en la tienda de D. Fernando Stagno, o en el almacén de D. Santiago Barros.

Al pobre infeliz que pasaba por allí, con aire de pajuerano o "candidato", le azotaban "un tremendo vejigazo en la espalda" o simplemente un cubo de agua en la cara amén de otras cosas más subidas de tono.

Los bailes del Carnaval fueron también célebres entre los santafesinos. El Club del Orden reunía a las viejas familias. Era un club de costumbres sencillas que gustaba de las reuniones sociales. El baile dedicado al rey Momo era infaltable. Es interesante la descripción de Paredes en una de esas noches: "Sus salones dice eran decorados artísticamente con flores naturales y guirnalda*. De sus techos pendían unas arañas de vidrio con caireles, cuya iluminación era toda a kerosene, y en sus mesas lucían candelabros de bronce con velas de estearina, que reemplazaban a las antiguas luces a base de aceite de potro".

Durante el baile la orquesta tocaba los consabidos valses, polcas, mazurcas, habaneras y cuadrillas, mientras las "mamás" de las niñas, sentadas alrededor del salón eran obsequiadas con vasos de agua con panales, chocolate con viscotela y masas de lo de Merengo y bizcochuelos de las Andino, y los señores, con cerveza marca "Caballo", refrescos y los clásicos sorbetes, preparados a base de jugo de uva, de limón o de naranja, con almíbar. (Estos bailes son alrededor de 1870).

En la octava de Carnaval se llevaba a cabo el "baile de la piñata", a la que se asistía con trajes de fantasía, pero sin disfraz. "Se colocaba en medio del salón y colgada del techo, una bolsa de seda que contenía exquisitas masas, alfeñiques y caramelos, y, pasada la medianoche las niñas abrían la bolsa y sacaban las confituras, obsequiando a sus respectivos novios".

También fueron renombrados los bailes que, a partir de 1894, comenzó a dar el club Gimnasia y Esgrima. Comenta el cronista que, al margen de su actividad social, este club respondía a la política de don Luciano Leiva, que aspiraba entonces a la Gobernación; agregando que en oposición, estaba el Club del Orden que respondía a los hombres del Partido Radical que sostenía la candidatura de D. Marcos Paz. Creemos que no había tal lucha. En ambas instituciones sociales, había adictos a los dos partidos.

En las casas de familia, se organizaban también hermosas tertulias festejando al Carnaval, como en lo de doña Escolástica J. de Suárez, doña Cirila Britos de Fogues, doña Petrona Seco, y otras vecinas del norte. En dichas reuniones no faltaba el arpa de D. Roque Lisondo, la guitarra de Benito Ortegoza o el violin de Martín Molina (a) "Mangana".

En cuanto a los bailes populares, no cabe duda que los de la Plaza de Mayo fueron los más renombrados durante años.

A la pista, levantada sobre la calle Gral. López, frente a la casa de don Simón de Iriondo, se la rodeaba con escaños de algarrobo para que el público se sentara a mirar el bailongo. Colgados de los árboles se movían los infaltables farolitos chinescos y alrededor una profusión de candilejas y faroles a kerosene. El baile, amenizado por la banda de Policía, comenzaba pasada la medianoche. Alternaba con la banda una orquesta compuesta de acordeones y guitarra; y así se bailaba hasta que las velas ardían. En los jardines de la plaza los vendedores ambulantes ofrecían sus mazacotes y panales, sus alfeñiques y rosquillas, su cerveza y sus refrescos con caña paraguaya.

No faltaban tampoco los que, haciendo "rancho aparte" organizaban sus bailongos en la plazoleta llamada Paseo de las Ondinas, ubicada frente al puerto viejo, en la intersección actual de calle Rivadavia y 1ra. Junta. Allí, criollos y marinantes se entreveraban con sus "damas" y con música o con algo parecido bailaban hasta la madrugada, en una pista la media o la poca luz conspiraban contra la moral y las buenas costumbres.

El teatro Argentino (ubicado en la actual calle Lisandro de la Torre entre San Martín y 25 de Mayo), propiedad de don Juan Manuel Reyes daba también buenos bailes. Una noche, como la función teatral no terminaba, pues la obra era larga, y de esta manera el baile no empezaba, un grupo, capitaneado por Albino Crespo, Sebastián Puig, Aurelio Sebastián Puccio y Agustin Aragón comenzó a tirar cascotes al escenario por la cual, tuvo que suspenderse la función y dar comienzo el baile.

Finalmente cabe mencionar a los bailes de máscaras que se organizaban en el teatro Politeama, de Juan y Luis Terroza ubicado en la esquina de San Jerónimo y 1ra. Junta (después, cine Doré). En estas reuniones sus asistentes, de común terminaban en la comisaría, por embriaguez o por riña (desde 1887 en adelante)

Las comparsas

Uno de los aspectos más pintorescos de los carnavales fueron las comparsas que, años tras años, desfilaron por las calles de Santa Fe, poniendo su cuota de buen humor y bullicio.

Quizás la primera que se conoce es la llamada Alegría, presidida por Nicolás Fontes e integrada, entre otros, por Bartolomé Aldao, Juan Arzeno, José Gálvez, Celestino Rosas, Francisco B. Clucellas y Leoonidas Anadón. En ese mismo año, nace también una comparsa titulada La Juventud, fundada por el coronel Ricardo Basso, dirigiendo la orquesta el maestro Vicente Geannot. Estaba integrada por Ricardo Aldao, Néstor de Iriondo, Alejandro Videla y Dalmiro Videla, Agustín Aragón, Sebastián Puig, y Filadelfio y Cayetano Echagüe, por citar algunos, ya que las listas son largas.

Durante varios años época de revoluciones y agitaciones políticas las comparsas no asisten a los corsos, pues se controla el orden y se teme el encuentro armado o el alboroto callejero, especialmente entre los integrantes del Partido la Conciliación, liderado por don Nicanor Oroño y en donde militaban Luciano Leiva, Estanislao López, Francisco, Ventura, Ygnacio y Demetrio Iturraspe, Ramón Candioti, Nicanor Molinas y don Ignacio Crespo, candidato a gobernador para las elecciones de 1878, y por supuesto centenares de ciudadanos más. En el banco opuesto se movían los hombres que respondían al Dr. Simón de Iriondo y que se agrupaban en el Club del Pueblo, máxima expresión del "autonomismo" en nuestra provincia.

Pasada la revolución de abril del ` 78, y calmados los ánimos, surge a fin de ese año la comparsa La Fraternal que trata unir aunque más no fuera en Carnaval a los bandos en pugna. Presidieron este grupo Francisco Clucellas y Juan G. Parma. Esta, como las otras comparsas eran la atracción central de los corsos, ya que medio Santa Fe participaba en ellas, unos, como músicos; otros, como poetas; los más, como máscaras; sin faltar los artistas que construían y decoraban los carros. Terminado el corso las comparsas recorrían las casas de gente amiga, entonando su repertorio, lo que obligaba a recibirlos y convidarlos ya sea con "agua fresca de aljibe con panales blancos, con licor de rosas o con una rica cerveza, importada de Alemania".

Los jóvenes santafesinos con veleidades poéticas escribían los versos para las comparsas, distinguiéndose entre ellos, Ramón Lassaga, Horacio Rodríguez, Luis Martínez Marcos y Genaro Doldán, por mencionar algunos. Y entre los músicos, compositores de hermosas habaneras, mazurcas, valses o himnos alusivos, se destacaban don Francisco Parreño, D. Gaspar Vicente Geannot, D. Alfredo Arija, Enrique Spreáfico y don Zelindo Palamedi.

En ese mismo año 1878 los "jóvenes del norte" formaron la comparsa La Marina, bajo la presidencia de Francisco Zuviría. En la orquesta, dirigida por el maestro Jose Andreotti, se destacaban Juan P. Beleno y Pascual Bruniard con sus violines.

En 1880 nace la comparsa Los Locos, precursores de los llamados más tarde "mamarrachos", pues vestían con ropas harapientas y sus instrumentos eran latas y tarros, con los cuales atormentaban a los vecinos. Cuando veían una puerta abierta, entraban a esa casa con ollas y sartenes, revolvían todo, cantaban desaforadamente, y se despedían, no sin antes dar unos buenos vejigazos a los moradores. Desde las azoteas los vecinos les contestaban con cascotes, huevos de gallinas, y a veces de avestruz, duraznos y otros objetos contundentes.

Entre la larga nómina de comparsas podemos citar a Los Negros, fundada en 1883 por don Pedro San Martín; a Los Monos, del mismo año, cuyos integrantes vestían imitando a los orangutanes; a Los Artesanos, dirigidos por Emilio Lamothe (1883); a Los Murmuradores, destacados en el "alacraneo" y la farra; v a la comparsa de Los Seis, formada por José María Iriondo, Conrado Porta (h) y Guillermo Cullen, los cuales, paseaban en el corso montados en tres burros; de ahí, los "seis".

También queremos recordar a La Juventud Santafesina, fundada por Enrique Gaydou, formada en su mayoría por estudiantes; a Los Guitarreros, cuyos componentes tenían que saber tocar la guitarra; a Los Luises (1892); Los Trece (1890); La Tuna (1892); Los Hijos de la Noche (1893); Marinos en Tierra (1893); Los Descamisados (1894); Los Invencibles (1896); Juventud Santafesina (1896); Los Artesanos del Sud (1896) y la comparsa de la Sociedad Recreativa Musical, titulada Obreros, cuyo objeto principal era presentarse todos los años en los corsos.

Entrado el siglo, aparece la comparsa Los Negros del Sur y más tarde la de Los Negros Santafesinos. Miguel Angel Correa (Mateo Booz) en el prefacio de su libro El Tropel, dedica estas palabras al Negro Arigós, tradicional presidente de esta comparsa que, sin lugar a dudas integra el cosmos mitológico de nuestra historia popular. "Ningún nombre como el suyo --le dice para decoro de un libro elaborado íntegramente --tapa y contenido con pensamiento y herramientas de Santa Fe de la Vera Cruz. He procurado en El Tropel el abigarramiento de sones y tonos que descubrí entre luces de talcos y espejuelos, a sus negros santafesinos. Sus negros desfilaban por las calles de la ciudad nativa, en un morado atardecer, bajo el pendón ilustrado con la gloria de innúmeros carnavales y el medallerío de triunfos insignes. Cabalgaba usted las piernas destartaladas-- un petiso peludo y macilento y lo circuía una cohorte de diablillos desbaratados por los danzones salvajes. Y la comparsa, al ritmo de guitarras, masacallas y candombes, coreaba sus loas de homenaje al viejo paladín, erguido en la silla con el empaque orgulloso y taciturno de un monarca etíope".

A pesar de pertenecer a la pequeña historia, nuestro carnaval tuvo un no sé qué que todavía perdura y nos atrapa. Es que esa diminuta sociedad santafesina, ingenua y pacata tuvo sus encantos, difíciles de olvidar. Cómo echar al olvido aquellos corps bulliciosos aunque bullangueros, con sus guirnaldas de flores y sus faroles a kerosene; esos carromatos plenos de colorinches, esos bailes de la high society o los de "a media luz" en la plazoleta de las Ondinas; esas tremendas batallas de agua a puro vejigazo; esos Judas quemados, presidiendo la ceremonia del "entierro del Carnaval", con sus panzas plenas de cohetería esas orquestas de la legua musicalizando el aire y la noche con sus violines y sus flautas; esos tranvías a caballo, coronados de máscaras, que no pagaban el boleto; esos aguateros llevando en sus carritos de dos ruedas agua del Quillá para venderla a las patotas (a dos reales el barril); aquellas criollas vendiendo sus pasteles y sus panales; esos viejos mateos arrastrándose penosamente por el arenal: los fuegos artificiales, los farolitos chinescos, los saltimbanquis y cachidiablos, y toda esa runfla vocinglera y policroma que convertían como por arte de magia a una pequeña ciudad de provincia en una urbe feérica y alucinante. Milagro que sólo duraba tres días, los que marca el almanaque; porque después, después que pasaba el fugaz momento, la ciudad y sus seres volvían a lo de siempre, a esa fatiga de recorrer los mismos sitios, casi sin objetivos, con un destino aparente, como si la vida terminara todos los días al final de la calle. Sólo quedaba al pobre vecino el consuelo de saber que después de 365 días más volvería a renacer de nuevo la ciudad.

José Rafael López Rosas


Cfr. Coluccio Félix. "Fiestas populares y tradicionales de la República Argentina" (Bs. Aires, 1972).
Paredes Clementino. "Los carnavales de la vieja Santa Fe", (S. Fe, 1940).
Pérez Martín José. "Latitud sur 31°" (S. Fe, 1975).
Zapata Gollán A. "El Carnaval en Santa Fe" (1966).

Fuente:
http://www.patrimoniosf.gov.ar/ver/0-502/