sábado, 12 de marzo de 2011

“La máscara de carnaval propone un juego de rol, de ser otro por unas horas”

Liberar el cuerpo y la alegría. Dar lugar a la crítica social. Reconocer que no se puede ser espectador sino todo un partícipe. Estas reglas gobiernan el carnaval, una fiesta con orígenes remotos que no pierde vigencia.

Por Daniel Ulanovsky Sack para Clarín


Ella se planteó un desafío: encontrar lo racional en aquello que parece irracional. Porque el carnaval es la máxima expresión del despilfarro, del hacer para desaparecer, de algo efímero que dura cuatro días y se diluye hasta el año siguiente. Sin embargo, al explorar la vida de la gente en el festejo, se comprueba que hay mucho más que experiencia inmediata o “pequeña barbarie”. En 1986, cuando el país aún sentía en la piel la dictadura feroz, la economía debilitada, la guerra perdida, estudiar la murga podía parecer algo frívolo. Pero la antropóloga Alicia Martín había decidido que para entender una sociedad más allá de las lógicas de costo-beneficio y de productividad había que ingresar en la expresión y en las estéticas populares. Veinticinco años después, reconocida ya como la principal teórica del carnaval en la Argentina, doctorada en la UBA con una tesis sobre la celebración en la ciudad de Buenos Aires, asegura que vivimos un momento espléndido: las murgas se consolidan tanto en los barrios como en los talleres que forman nuevos artistas y grupos y se abren, con sus letras, al mundo contemporáneo, desde los cacerolazos a los amores virtuales por Internet.



Es curioso el carnaval: una celebración religiosa que festeja el exceso bacanal, casi pagano. ¿Cómo se entiende? Parece un contrasentido hablar de carnaval religioso, pero el hecho de que esté integrado en el calendario litúrgico de la Iglesia romana es un avatar histórico, tiene que ver con su tradición, que se puede medir en siglos. Si bien toma su nombre actual en la Edad Media, sus orígenes se remontan a las fiestas dionisíacas de los griegos y a las celebraciones en honor a Saturno, dios del Tiempo de los romanos, en las que imperaba el todo vale. Se liberaban las rutinas y había una inversión marcada de los papeles sociales: los amos pasaban a ser esclavos y los esclavos eran reyes por unos días. Un verdadero mundo del revés.



¿La religión católica, más que aceptarla como el momento de alegría antes de la penitencia de la Cuaresma, la incorpora a la liturgia para no dejar una fiesta popular fuera del marco institucional? Creo que sí. Por eso varios autores han señalado ese contraste entre una festividad que es una especie de derroche o de exceso de todos los sentidos y una religión altamente ascética donde lo corporal está muy vinculado con lo prohibido o, en otra época, con lo demoníaco. Justamente, el juego de “atreverse a” es central en el Carnaval. Hoy se cree que uno se tapa para ocultarse pero no es así: la máscara de carnaval propone un juego de rol, de ser otro por unas horas. Uno puede pensarse como ese otro, criticarlo, satirizarlo.



Pienso en mi infancia en Rosario –fines de los 60 y los 70– y recuerdo el Carnaval con tristeza. La idea era dañar al otro: echarle espuma en los ojos, arrojarle fuerte un globo de agua para que doliera, “ahogarlo” en serpentinas, golpearlo con unos martillos de plástico que no resultaban inocuos. Era la alegría convertida en agresión.



Siempre fue así y creo que se vincula con que en el carnaval no hay espectadores. Si estás, jugás, y si no te gusta, te vas. Por eso existe ese imperativo para que el otro se incorpore a las reglas. En todos los carnavales se tiran cosas de las más insólitas. Y antes era peor. Las crónicas del siglo XIX hablan de carreras de caballo: los jinetes se armaban de proyectiles hechos con grandes hojas de diario y rellenos de agua o a veces de sustancia fétidas, que tiraban a los transeúntes. Es curioso, los diarios de la época daban información sobre los excesos, pero en secciones diferentes a las del festejo. En la portada, por ejemplo, se podía leer “Gran despliegue, la mejor sociedad se dio cita en el corso de Flores” y en Policiales se publicaba que había sido arrestado un inmigrante italiano recién llegado por arruinar el disfraz de una señora de alcurnia.



Para la celebración del año pasado, el gobierno de Brasil repartió en forma gratuita 55 millones de preservativos. ¿El carnaval implica una sexualidad desbordada? Sí, absolutamente. Es hacer lo que no está permitido durante el año. En algunas ciudades de Europa –en especial en Alemania y en el norte de Francia– los matrimonios se pierden, no van a dormir a la casa, nadie sabe dónde está el otro y existe un pacto de no preguntar ni de contar lo que sucede en esos días. Acá, en la Argentina, en las pequeñas ciudades de provincia, durante mucho tiempo estuvo vigente el dicho de “hijo del carnaval” para referirse a los embarazos no buscados. Piense que hasta la década del 60, las jóvenes tenían un espectro de candidatos posibles para “matrimoniarse” muy restringido y el carnaval abría una ventana para conocer gente, lo que generaba lógica expectativa.



¿Pero en los corsos de antes no había poco espacio para que la mujer participara activamente? Ese es un concepto que se debe revisar. Yo he visto fotos de un grupo que se llamaba “Los días y las noches” y esas noches estaban representadas por lunas actuadas por mujeres. Ellas también eran fuertes en los bailes de disfraces y en los juegos de agua. Es que antes, durante los cuatro días de carnaval, había horarios. Después del almuerzo, a la hora de la siesta y hasta las seis o siete de la tarde, era el momento de los juegos con agua, y ahí todo valía. Se tiraban manguerazos, baldazos, bombitas. Las mujeres participaban y eso permitía romper un poco la jerarquía patriarcal de una sociedad estratificada.



Entre tanta agua arrojada, ¿quedaba espacio para la coquetería? A la noche, en el horario del corso. Todo el mundo se cambiaba y empezaba la gran vidriera: los comerciantes de los barrios organizaban actividades, armaban palcos y se instituían premios al disfraz más llamativo o a la mejor agrupación. Después venían los bailes; hasta la década del 70 había en Buenos Aires clubes con tres pistas: una donde sólo se tocaba tango, otra de jazz y una última de música tropical.



Parece usual suponer que en el carnaval porteño “todo tiempo pasado fue mejor”. ¿Verdad o mentira? Mentira. Estamos en un momento espléndido porque hay una fuerte decisión de la sociedad civil de recuperar espacios públicos para la expresión, y en ese movimiento ocupa su rol la tradición carnavalesca. Algunos consideran a las murgas como una vanguardia del teatro porteño ya que en sus letras se van reflejando los temas y las estéticas que le importan a la gente. La murga también se ha ido adaptando a lógicas contemporáneas. Hasta hace algunas décadas, tenían una raíz barrial, pero ahora se trabaja mucho por grupos de afinidad ya que los participantes se conocen en talleres y a partir de allí empiezan a formar nuevas agrupaciones.



¿La murga es un fenómeno clasista, de sectores populares, o integra a todos los niveles? Depende de la región. En ciudades como Gualeguaychú, los profesionales participan de las murgas en forma habitual. En Buenos Aires, en cambio, el movimiento quedó en manos de sus militantes más fieles, que son los sectores populares. ¿Por qué? Porque es su forma más sencilla, si no la única, de expresarse, de exhibirse, de apelar a la diversión. Un profesional de clase media o alta tiene múltiples formas de hacerlo: integra un grupo de rock, de jazz, un coro, se muestra en un campeonato de golf o de tenis. El que no puede acceder a esas grandes instituciones logra, como dice el músico Coco Romero, una vía de acceso a las bellas artes a través de la murga. Además, es un ambiente muy abierto: para decirlo en lógica murguera, si no sabés bailar, fijate si te va bien con algún instrumento de percusión, y si no te va bien con el instrumento, te disfrazás de payaso, te hacés otro disfraz … hay lugar para todos.



¿De qué manera las letras de las murgas reflejan las preocupaciones sociales? A veces lo hacen a través de canciones originales; otras, modificando las letras de temas populares, ya instalados. En diciembre del año pasado publicamos un libro –que compilé junto a Hernán Morel y a Analía Canale– sobre un Concurso de Poesía Carnavalesca. Ahí encontramos, por ejemplo letras como el “Entremés de la cacerola”, de Ana Claudia Escobar: Cómo anda doña Lola/ Qué la trae por acá/ La veo con cacerola/ ¿Qué está por cocinar? Y la respuesta: ¡Qué cocinar ni que guiso!/ Yo vengo pa’ protestar/ El Juan ya van cinco años/ No consigue laburar! Es llamativo cómo se le pone humor a lo oscuro.



Hay un ingenio popular que parece imbatible. Y también se abordan las tendencias de época como el auge de las tecnologías. Recuerdo la canción, “Winner”, de Luis Tomasetig Rossini, que empieza: Quiero ser un “winner”/ cómo soy no va/ El ganar es imposible/ me tengo que aggiornar/ El amor no es fashion/ ahora hay que ser light … light.



Y cierra, luego de su desarrollo: Soy muy adaptado/ ya puse mi mail/ y mi amor, virtual deseado/ lo busco por Internet / Qué civilizado/ mi amor está en la Net … Net ¿Hay mucha parodia en las letras? Sí, eso cumple un doble efecto. El ensayista ruso Mijail Bajtín decía que la parodia tiene un carácter ambivalente: degrada pero a la vez resucita aquello mismo que degrada, le vuelve a dar actualidad, vida. Es como una espiral en la que uno se ríe de lo que está llegando aunque sin desconocer su inevitabilidad y reconocer que ya está integrado a lo cotidiano. Las murgas le aportan picardía y pasión al debate y se asumen como un testigo crítico de las “locuras” de cada época.
Carnavales, cultura y política


Por Washington Uranga

Sería una simplificación mirar la restitución de las fiestas de Carnaval decidida este año por el Gobierno simplemente como parte de la política de incentivos al turismo o como una estrategia económica. También sería una ingenuidad creer que la decisión adoptada por la dictadura militar aboliendo el Carnaval fue apenas una demostración de supuesta austeridad por parte de los dictadores.

Ni tanto, ni tan poco. Nadie podría negar que en la decisión hay factores económicos y de estrategia política. También un sentido de justicia (ahora) y de injusticia (antes) respecto de los trabajadores y el reconocimiento o no de jornadas no laborables que pueden ser dedicadas al esparcimiento, a la distensión, a la vida familiar y cultural.

Pero habría que situar también la decisión actual en el camino de otras que se vienen adoptando para recuperar lo público como un espacio contenedor, la fiesta y la celebración como instancias que sirven para aglutinar a una comunidad, a un pueblo y consolidar su identidad. Ese fue también el sentido de las celebraciones del Bicentenario –el año anterior– que tan espontánea y genuinamente movilizaron a parte de la ciudadanía, en ese caso sin distingos de banderías o inclinaciones políticas. Aquélla fue la manifestación de un pueblo que recuperó para sí el espacio público sintiéndose protagonista del acontecimiento.

Para comprender el fenómeno habría que remontarse a la historia misma de la humanidad, para entender que la fiesta no es apenas un acto de representación. No es una manera de mostrar para otros. Es, ante todo y fundamentalmente, un acto de presencia a través del cual una comunidad, una colectividad, un pueblo se realiza. Particularmente el Carnaval no es un espacio donde las personas van a observar como espectadores. Es un ámbito donde el conjunto de las personas se integran y donde la vivencia en comunidad se hace concreta. En la fiesta la comunidad, y cada uno de sus integrantes, se hace visible. En el sentido más genuino la comunidad genera la ocasión para quitarse la máscara y sus miembros se revelan los unos a los otros. Para participar es necesario ser. El acto de representación, si es que existe como tal, viene a continuación.

Desde el punto de vista colectivo puede decirse que a través de la intervención en la fiesta los integrantes de una sociedad, los participantes que son a su vez ciudadanos, descubren y construyen juntos una razón de ser: la de vivir juntos en comunidad. Así se van constituyendo de manera asociada y compartida como un organismo vivo, dinámico, como una colectividad. Esta es la manera de construir la identidad cultural.

Privar a una sociedad, a la ciudadanía, del espacio de la fiesta es quitarle la posibilidad de construir también esa identidad nacional, romper o intentar romper los lazos que forjan una identidad cultural. Tomar una medida como la que ahora se pone en práctica es, entre otros motivos, aportar al sentido colectivo, una apuesta a seguir construyendo genuinamente una identidad cultural como pueblo. Podrá decirse que no alcanza con una medida aislada. Es verdad. Pero también es cierto que esta decisión de ahora se encuadra dentro de una serie de determinaciones que bien pueden entenderse como una orientación política en la misma línea. Recuperar el espacio público para la ciudadanía, como lugar de reconocimiento, de intercambio, de diálogo y también de celebración, es parte de una política pública en materia político-cultural.

Podrá decirse también que hoy el Carnaval no tiene las características de antaño. Porque la participación popular se ha restringido, porque las características de las celebraciones son otras. Es verdad. El sentido de la fiesta como lugar de encuentro y representación es otro, pero mantiene su condición fundamental: encontrarme con otros en un espacio común donde todos y todas nos hacemos visibles, nos reconocemos. No importa si es en el barrio o en un megafestival. La forma casi es un detalle menor.

Todo ello sin perder de vista que el acceso al espacio público hoy está atravesado por asimetrías. Y que mientras unos festejan en las calles y en las plazas, otros aprovechan la misma ocasión para hacer ostentación de consumo en selectos lugares turísticos. Las diferencias económicas y también socioculturales atraviesan y marcan nuestra sociedad. No se trata de olvidarlas. Pero esta realidad no invalida el sentido de lo que se afirma más arriba.

Uno de los mayores ataques que ha sufrido la cultura de nuestros pueblos latinoamericanos es la creciente individualización. El individuo se fue despojando (¿liberando?) de vínculos y hábitos culturales (¿tradicionales?) que por un lado lo encerraban y, por otro, lo protegían. Con ello se ganó en autodeterminación y en libertad, se abrieron otros horizontes, particularmente para los jóvenes. Pero ese ejercicio de la libertad depende de las capacidades y de las posibilidades. Unas y otras requieren de marcos de contención cultural para que aquella libertad pueda crecer y desarrollarse.

Si se disuelve lo público lo único que subsiste (y se potencia y sobrevalora) son las capacidades individuales. Sin lo público no sólo se pierde la posibilidad de reconocer a los otros y a las otras, sino que el sujeto mismo carece de referencias, de marcos para comprenderse a sí mismo, para desarrollar una identidad que siempre es en relación. Se diluye lo colectivo y desaparece la solidaridad.

En todo este recorrido, no es una cuestión menor recuperar el espacio y el sentido de la fiesta en el marco de lo público. Porque tiene valor político y cultural.