martes, 23 de agosto de 2011

Carnaval de Antaño - por Alejandro Edgar Ansa




Hoy volvemos rescatar de nuestra memoria colectiva los “bailes de carnaval”, y lo hacemos a través del relato de Rubén “Firulin” Zampieri y su esposa Yolanda Godoy, que con la coordinación de Noemí Zampieri, tan gentilmente han accedido a contarnos sus experiencias de años “mozos”:
El patio del Club estaba casi listo para el baile, los mascarones y los gallardetes colgados del techo de la pista de baile techada por inaugurar, tenia diez metros de lado y era todo un orgullo para la comisión. Bajo la galería estaban dispuestas alrededor de las mesas, las sillas que seguramente esta noche serían pocas. Y como en veces anteriores habría que ir a buscar a la casa de algún vecino generoso algunas otras a medida que el público fuese ocupándolas y se tendría que pasar por arriba del tapial. El mismo que sabía dividir el “baile social” del popular, que permitía otros modos. Sabido era que al club se podría entrar de botas de campo, pero sin corbata, ¡jamás!
Este era el primer baile de carnaval de este año que se sitúa entre los’40 y los ’50, el primero de la serie de dos fines de semanas consecutivos con sus sábados y domingos respectivos, y el lunes y martes previos al “miércoles de ceniza”. Se sobreentiende que los últimos dos bailes se hacían ya entrada la Cuaresma y cuantos problemas traía ello con el Sacerdote. Seguramente las aguas se apaciguarían pasada la “Semana Santa” y los bailes retornarían el Domingo de Pascuas.
Por la tarde había arribado la “Orquesta Típica de Murillo”, directamente de la Ciudad de Buenos Aires, el viaje había sido largo incluyendo el cruce del Paraná en balsa desde Zárate hasta Puerto Constanza. Tras el descanso pertinente los músicos estaban preparados para un largo show donde serían la única y gran atracción. Como orquesta “Típica” se entendía por aquellos tiempos a la que ejecutaba ritmos clásicos del “2x4” como el tango, la milonga y el vals. Se diferenciaba de la orquesta “Característica” en que ésta última se dedicaba a los ritmos más populares como el Fox-trot, la rumba y el pasodoble. Los códigos de la época marcaban que la orquesta ejecutaba una serie de dos temas o “piezas musicales” y descansaba unos minutos, así que el baile entre las parejas cumplía las mismas condiciones.
Y entrando de a poco en el desarrollo del baile, las familias habían llegado temprano, casi al atardecer. Los grupos de señoras y sus hijas mozas se ubicaban en grandes rondas de charlas y comentarios. Algunos pocos niños correteando bajo la mirada atenta de sus madres. Por el predio social se paseaban varios disfrazados o “mascaritas” que, con su respectivo permiso policial y municipal por escrito, caminaban entre la gente haciendo sus pasayadas, para luego seguir su camino. Los hombres por su lado se reunían cerca de la cantina y de parados, compartían algunas cervezas “Quilmes” pues era noche de verano aún y el calor sofocaba. Los demás disfrutaban de la gaseosa popular de la época, la “Bilz”, que con su refrescante sabor a naranja satisfacía a todos. Aunque hay que destacar que uno de los productos mas vendidos en las noches de bailes eran las pastillas, en especial las de mentol, ya que había que ocultar en parte el aliento a
alcohol y a cigarrillo ante la oportunidad de bailar con alguna señorita.
El ritual del baile se iniciaba con la invitación a la agraciada en la propia mesa y a la vista de su señora madre, pues había que tener mucha confianza para, desde lejos, hacer una “seña con la cabeza” y tener la seguridad de que la señorita iba a responder. Cuantas veces la seña no era para uno, sino para otro que se encontraba detrás. Imagínense ir hacia la pista y nada…¡que vergüenza semejante desplante!
La orquesta seguía con su ritmo de dos “piezas” y su pertinente descanso, momento en que los asistentes aprovechaban para el disfrute carnavalesco por medio de “lanzaperfumes”, pomos de gomas rellenos con agua, papel picado y serpentinas, que quedaban enredadas en los alambres que sostenían los focos de colores. No era esta la ocasión, pero más de una vez se vio aparecer a una conocida familia mansillense provista de paraguas y piloto para atemperar los embates del agua de carnaval, y que la imprevista tormenta de verano retornó a aquellos elementos de defensa a su verdadero significado.
Así con el correr de las horas los bailarines disfrutaban cada instancia musical, pues casi nadie despreciaba la oportunidad, ya que eran pocas las ocasiones en el año para la diversión. La llegada de la medianoche marcaba el final de la provisión de energía eléctrica de la vieja usina, pero seguramente no sería la culminación del baile de carnaval. La extensión del mismo se alargaría a la luz de los “soles de noche” hasta que no haya quien para “darle fuelle”.
Un agradecimiento muy grande a “Yola” y “Firulín” por cedernos parte de sus gratos recuerdos sobre aquellos bailes de carnaval que tanto disfrutaron. Por ser protagonistas y seguramente grandes artífices de las reuniones sociales a través de varias décadas. Y por permitirnos rememorar una arista más de “nuestro pasado mansillense”.


Mansilla, Provincia de Entre Ríos

jueves, 26 de mayo de 2011

Las murgas y la reinstalación del carnaval como fiesta social


Por Pedro Fernández Moujan

Conformadas como grupos juveniles de los barrios porteños, las murgas se constituyen en la escena local con su estructura actual entre las décadas del 30, el 40 y el 50, en una serie de barrios que incluyen a Palermo, Boedo, Villa Urquiza, Saavedra, Liniers, Almagro y el Abasto, entre otros. Desde ese momento en el que la levita, la galera, el traje de raso y las lentejuelas comienzan a brillar como el vestuario que asumen las fiestas del dios Momo en la Ciudad de Buenas Aires, asistimos a la aparición de un género artístico, callejero y popular de características propias, únicas e irrepetibles.

Arma festiva y liberadora de los barrios de casas bajas, los conventillos y algunas villas, se comienza a forjar desde entonces una rica genealogía cruzada por calles, plazas, cantores de crítica, bombistas, bailarines, clubes de barrio, melodías y figuras del acervo popular que encuentran su máximo esplendor cuando la murga sale a recorrer los tablados de la ciudad en las noches de carnaval. En este acto de presencia que imponen sobre el conjunto de la comunidad, las murgas se convierten también en un exquisito mecanismo de decodificación de la realidad tanto a través de sus canciones como del modo de organización que asumen, ligado generalmente a los liderazgos barriales y a las formas autogestivas y corajudas de acreditar presencia por parte de los sectores bajos o desclasados.


Marginales a la industria cultural y a la apreciación académica y bien pensante, las murgas no renuncian (desinteresadas de este desprecio) a llevar adelante su proyecto artístico, festivo y social, pagando en su propio cuerpo las debilidades que portan desde su origen. El pop las señala, el ajuste las hiere, la dictadura las clausura, la violencia de los 80 las enferma. En los 90, en medio de la más dolorosa y radicalizada desarticulación social-familiar-escolar que trae consigo el proyecto neoliberal para los de abajo, con su saga de destrucción del patrimonio colectivo, desindustrialización, pauperización y desempleo, y con el aliento de algunos movimientos culturales surgidos en la apertura democrática (Centros Culturales Barriales, Centro Cultural Rojas), las murgas reasumen su proyecto cultural y ocupan otra vez la calle, transformándose en uno de los fenómenos de mayor adhesión social.


En este camino, las murgas no renuncian ni a la historia ni a la pertenencia ni al porvernir. Realizan su construcción día a día, cargando no sólo con la ardua tarea de reinventarse a sí mismas sino también de reinstalar el carnaval como fiesta social y como espectáculo, asumiendo (porque no hay otros con el coraje suficiente para llevarlo adelante), la tarea de organizar, sostener y difundir el festejo, enfrentando el intento mediático y político-estatal de suprimir y volver a sepultar los carnavales. En el medio hay discusiones, disputas, diferencias, distancias y no siempre la línea de pensamiento más lúcida tiene la consistencia y solidez necesarias como para imponerse pero la decisión de avanzar hacia el carnaval, hacia el festejo, hacia la inclusión y hacia la popularidad es la que marca siempre la dirección del conjunto, aglutina y encolumna las fuerzas y las luchas.


Es en medio de todo esto y por todo esto, en el marco de una coyuntura político-estatal nacional favorable, que vuelven los feriados de carnaval, que se conquistan, se reapropian y se colectivizan y son ellos los que nos obligan a seguir pensando y a trazar nuevas estrategias ante el nuevo escenario.


sábado, 12 de marzo de 2011

“La máscara de carnaval propone un juego de rol, de ser otro por unas horas”

Liberar el cuerpo y la alegría. Dar lugar a la crítica social. Reconocer que no se puede ser espectador sino todo un partícipe. Estas reglas gobiernan el carnaval, una fiesta con orígenes remotos que no pierde vigencia.

Por Daniel Ulanovsky Sack para Clarín


Ella se planteó un desafío: encontrar lo racional en aquello que parece irracional. Porque el carnaval es la máxima expresión del despilfarro, del hacer para desaparecer, de algo efímero que dura cuatro días y se diluye hasta el año siguiente. Sin embargo, al explorar la vida de la gente en el festejo, se comprueba que hay mucho más que experiencia inmediata o “pequeña barbarie”. En 1986, cuando el país aún sentía en la piel la dictadura feroz, la economía debilitada, la guerra perdida, estudiar la murga podía parecer algo frívolo. Pero la antropóloga Alicia Martín había decidido que para entender una sociedad más allá de las lógicas de costo-beneficio y de productividad había que ingresar en la expresión y en las estéticas populares. Veinticinco años después, reconocida ya como la principal teórica del carnaval en la Argentina, doctorada en la UBA con una tesis sobre la celebración en la ciudad de Buenos Aires, asegura que vivimos un momento espléndido: las murgas se consolidan tanto en los barrios como en los talleres que forman nuevos artistas y grupos y se abren, con sus letras, al mundo contemporáneo, desde los cacerolazos a los amores virtuales por Internet.



Es curioso el carnaval: una celebración religiosa que festeja el exceso bacanal, casi pagano. ¿Cómo se entiende? Parece un contrasentido hablar de carnaval religioso, pero el hecho de que esté integrado en el calendario litúrgico de la Iglesia romana es un avatar histórico, tiene que ver con su tradición, que se puede medir en siglos. Si bien toma su nombre actual en la Edad Media, sus orígenes se remontan a las fiestas dionisíacas de los griegos y a las celebraciones en honor a Saturno, dios del Tiempo de los romanos, en las que imperaba el todo vale. Se liberaban las rutinas y había una inversión marcada de los papeles sociales: los amos pasaban a ser esclavos y los esclavos eran reyes por unos días. Un verdadero mundo del revés.



¿La religión católica, más que aceptarla como el momento de alegría antes de la penitencia de la Cuaresma, la incorpora a la liturgia para no dejar una fiesta popular fuera del marco institucional? Creo que sí. Por eso varios autores han señalado ese contraste entre una festividad que es una especie de derroche o de exceso de todos los sentidos y una religión altamente ascética donde lo corporal está muy vinculado con lo prohibido o, en otra época, con lo demoníaco. Justamente, el juego de “atreverse a” es central en el Carnaval. Hoy se cree que uno se tapa para ocultarse pero no es así: la máscara de carnaval propone un juego de rol, de ser otro por unas horas. Uno puede pensarse como ese otro, criticarlo, satirizarlo.



Pienso en mi infancia en Rosario –fines de los 60 y los 70– y recuerdo el Carnaval con tristeza. La idea era dañar al otro: echarle espuma en los ojos, arrojarle fuerte un globo de agua para que doliera, “ahogarlo” en serpentinas, golpearlo con unos martillos de plástico que no resultaban inocuos. Era la alegría convertida en agresión.



Siempre fue así y creo que se vincula con que en el carnaval no hay espectadores. Si estás, jugás, y si no te gusta, te vas. Por eso existe ese imperativo para que el otro se incorpore a las reglas. En todos los carnavales se tiran cosas de las más insólitas. Y antes era peor. Las crónicas del siglo XIX hablan de carreras de caballo: los jinetes se armaban de proyectiles hechos con grandes hojas de diario y rellenos de agua o a veces de sustancia fétidas, que tiraban a los transeúntes. Es curioso, los diarios de la época daban información sobre los excesos, pero en secciones diferentes a las del festejo. En la portada, por ejemplo, se podía leer “Gran despliegue, la mejor sociedad se dio cita en el corso de Flores” y en Policiales se publicaba que había sido arrestado un inmigrante italiano recién llegado por arruinar el disfraz de una señora de alcurnia.



Para la celebración del año pasado, el gobierno de Brasil repartió en forma gratuita 55 millones de preservativos. ¿El carnaval implica una sexualidad desbordada? Sí, absolutamente. Es hacer lo que no está permitido durante el año. En algunas ciudades de Europa –en especial en Alemania y en el norte de Francia– los matrimonios se pierden, no van a dormir a la casa, nadie sabe dónde está el otro y existe un pacto de no preguntar ni de contar lo que sucede en esos días. Acá, en la Argentina, en las pequeñas ciudades de provincia, durante mucho tiempo estuvo vigente el dicho de “hijo del carnaval” para referirse a los embarazos no buscados. Piense que hasta la década del 60, las jóvenes tenían un espectro de candidatos posibles para “matrimoniarse” muy restringido y el carnaval abría una ventana para conocer gente, lo que generaba lógica expectativa.



¿Pero en los corsos de antes no había poco espacio para que la mujer participara activamente? Ese es un concepto que se debe revisar. Yo he visto fotos de un grupo que se llamaba “Los días y las noches” y esas noches estaban representadas por lunas actuadas por mujeres. Ellas también eran fuertes en los bailes de disfraces y en los juegos de agua. Es que antes, durante los cuatro días de carnaval, había horarios. Después del almuerzo, a la hora de la siesta y hasta las seis o siete de la tarde, era el momento de los juegos con agua, y ahí todo valía. Se tiraban manguerazos, baldazos, bombitas. Las mujeres participaban y eso permitía romper un poco la jerarquía patriarcal de una sociedad estratificada.



Entre tanta agua arrojada, ¿quedaba espacio para la coquetería? A la noche, en el horario del corso. Todo el mundo se cambiaba y empezaba la gran vidriera: los comerciantes de los barrios organizaban actividades, armaban palcos y se instituían premios al disfraz más llamativo o a la mejor agrupación. Después venían los bailes; hasta la década del 70 había en Buenos Aires clubes con tres pistas: una donde sólo se tocaba tango, otra de jazz y una última de música tropical.



Parece usual suponer que en el carnaval porteño “todo tiempo pasado fue mejor”. ¿Verdad o mentira? Mentira. Estamos en un momento espléndido porque hay una fuerte decisión de la sociedad civil de recuperar espacios públicos para la expresión, y en ese movimiento ocupa su rol la tradición carnavalesca. Algunos consideran a las murgas como una vanguardia del teatro porteño ya que en sus letras se van reflejando los temas y las estéticas que le importan a la gente. La murga también se ha ido adaptando a lógicas contemporáneas. Hasta hace algunas décadas, tenían una raíz barrial, pero ahora se trabaja mucho por grupos de afinidad ya que los participantes se conocen en talleres y a partir de allí empiezan a formar nuevas agrupaciones.



¿La murga es un fenómeno clasista, de sectores populares, o integra a todos los niveles? Depende de la región. En ciudades como Gualeguaychú, los profesionales participan de las murgas en forma habitual. En Buenos Aires, en cambio, el movimiento quedó en manos de sus militantes más fieles, que son los sectores populares. ¿Por qué? Porque es su forma más sencilla, si no la única, de expresarse, de exhibirse, de apelar a la diversión. Un profesional de clase media o alta tiene múltiples formas de hacerlo: integra un grupo de rock, de jazz, un coro, se muestra en un campeonato de golf o de tenis. El que no puede acceder a esas grandes instituciones logra, como dice el músico Coco Romero, una vía de acceso a las bellas artes a través de la murga. Además, es un ambiente muy abierto: para decirlo en lógica murguera, si no sabés bailar, fijate si te va bien con algún instrumento de percusión, y si no te va bien con el instrumento, te disfrazás de payaso, te hacés otro disfraz … hay lugar para todos.



¿De qué manera las letras de las murgas reflejan las preocupaciones sociales? A veces lo hacen a través de canciones originales; otras, modificando las letras de temas populares, ya instalados. En diciembre del año pasado publicamos un libro –que compilé junto a Hernán Morel y a Analía Canale– sobre un Concurso de Poesía Carnavalesca. Ahí encontramos, por ejemplo letras como el “Entremés de la cacerola”, de Ana Claudia Escobar: Cómo anda doña Lola/ Qué la trae por acá/ La veo con cacerola/ ¿Qué está por cocinar? Y la respuesta: ¡Qué cocinar ni que guiso!/ Yo vengo pa’ protestar/ El Juan ya van cinco años/ No consigue laburar! Es llamativo cómo se le pone humor a lo oscuro.



Hay un ingenio popular que parece imbatible. Y también se abordan las tendencias de época como el auge de las tecnologías. Recuerdo la canción, “Winner”, de Luis Tomasetig Rossini, que empieza: Quiero ser un “winner”/ cómo soy no va/ El ganar es imposible/ me tengo que aggiornar/ El amor no es fashion/ ahora hay que ser light … light.



Y cierra, luego de su desarrollo: Soy muy adaptado/ ya puse mi mail/ y mi amor, virtual deseado/ lo busco por Internet / Qué civilizado/ mi amor está en la Net … Net ¿Hay mucha parodia en las letras? Sí, eso cumple un doble efecto. El ensayista ruso Mijail Bajtín decía que la parodia tiene un carácter ambivalente: degrada pero a la vez resucita aquello mismo que degrada, le vuelve a dar actualidad, vida. Es como una espiral en la que uno se ríe de lo que está llegando aunque sin desconocer su inevitabilidad y reconocer que ya está integrado a lo cotidiano. Las murgas le aportan picardía y pasión al debate y se asumen como un testigo crítico de las “locuras” de cada época.
Carnavales, cultura y política


Por Washington Uranga

Sería una simplificación mirar la restitución de las fiestas de Carnaval decidida este año por el Gobierno simplemente como parte de la política de incentivos al turismo o como una estrategia económica. También sería una ingenuidad creer que la decisión adoptada por la dictadura militar aboliendo el Carnaval fue apenas una demostración de supuesta austeridad por parte de los dictadores.

Ni tanto, ni tan poco. Nadie podría negar que en la decisión hay factores económicos y de estrategia política. También un sentido de justicia (ahora) y de injusticia (antes) respecto de los trabajadores y el reconocimiento o no de jornadas no laborables que pueden ser dedicadas al esparcimiento, a la distensión, a la vida familiar y cultural.

Pero habría que situar también la decisión actual en el camino de otras que se vienen adoptando para recuperar lo público como un espacio contenedor, la fiesta y la celebración como instancias que sirven para aglutinar a una comunidad, a un pueblo y consolidar su identidad. Ese fue también el sentido de las celebraciones del Bicentenario –el año anterior– que tan espontánea y genuinamente movilizaron a parte de la ciudadanía, en ese caso sin distingos de banderías o inclinaciones políticas. Aquélla fue la manifestación de un pueblo que recuperó para sí el espacio público sintiéndose protagonista del acontecimiento.

Para comprender el fenómeno habría que remontarse a la historia misma de la humanidad, para entender que la fiesta no es apenas un acto de representación. No es una manera de mostrar para otros. Es, ante todo y fundamentalmente, un acto de presencia a través del cual una comunidad, una colectividad, un pueblo se realiza. Particularmente el Carnaval no es un espacio donde las personas van a observar como espectadores. Es un ámbito donde el conjunto de las personas se integran y donde la vivencia en comunidad se hace concreta. En la fiesta la comunidad, y cada uno de sus integrantes, se hace visible. En el sentido más genuino la comunidad genera la ocasión para quitarse la máscara y sus miembros se revelan los unos a los otros. Para participar es necesario ser. El acto de representación, si es que existe como tal, viene a continuación.

Desde el punto de vista colectivo puede decirse que a través de la intervención en la fiesta los integrantes de una sociedad, los participantes que son a su vez ciudadanos, descubren y construyen juntos una razón de ser: la de vivir juntos en comunidad. Así se van constituyendo de manera asociada y compartida como un organismo vivo, dinámico, como una colectividad. Esta es la manera de construir la identidad cultural.

Privar a una sociedad, a la ciudadanía, del espacio de la fiesta es quitarle la posibilidad de construir también esa identidad nacional, romper o intentar romper los lazos que forjan una identidad cultural. Tomar una medida como la que ahora se pone en práctica es, entre otros motivos, aportar al sentido colectivo, una apuesta a seguir construyendo genuinamente una identidad cultural como pueblo. Podrá decirse que no alcanza con una medida aislada. Es verdad. Pero también es cierto que esta decisión de ahora se encuadra dentro de una serie de determinaciones que bien pueden entenderse como una orientación política en la misma línea. Recuperar el espacio público para la ciudadanía, como lugar de reconocimiento, de intercambio, de diálogo y también de celebración, es parte de una política pública en materia político-cultural.

Podrá decirse también que hoy el Carnaval no tiene las características de antaño. Porque la participación popular se ha restringido, porque las características de las celebraciones son otras. Es verdad. El sentido de la fiesta como lugar de encuentro y representación es otro, pero mantiene su condición fundamental: encontrarme con otros en un espacio común donde todos y todas nos hacemos visibles, nos reconocemos. No importa si es en el barrio o en un megafestival. La forma casi es un detalle menor.

Todo ello sin perder de vista que el acceso al espacio público hoy está atravesado por asimetrías. Y que mientras unos festejan en las calles y en las plazas, otros aprovechan la misma ocasión para hacer ostentación de consumo en selectos lugares turísticos. Las diferencias económicas y también socioculturales atraviesan y marcan nuestra sociedad. No se trata de olvidarlas. Pero esta realidad no invalida el sentido de lo que se afirma más arriba.

Uno de los mayores ataques que ha sufrido la cultura de nuestros pueblos latinoamericanos es la creciente individualización. El individuo se fue despojando (¿liberando?) de vínculos y hábitos culturales (¿tradicionales?) que por un lado lo encerraban y, por otro, lo protegían. Con ello se ganó en autodeterminación y en libertad, se abrieron otros horizontes, particularmente para los jóvenes. Pero ese ejercicio de la libertad depende de las capacidades y de las posibilidades. Unas y otras requieren de marcos de contención cultural para que aquella libertad pueda crecer y desarrollarse.

Si se disuelve lo público lo único que subsiste (y se potencia y sobrevalora) son las capacidades individuales. Sin lo público no sólo se pierde la posibilidad de reconocer a los otros y a las otras, sino que el sujeto mismo carece de referencias, de marcos para comprenderse a sí mismo, para desarrollar una identidad que siempre es en relación. Se diluye lo colectivo y desaparece la solidaridad.

En todo este recorrido, no es una cuestión menor recuperar el espacio y el sentido de la fiesta en el marco de lo público. Porque tiene valor político y cultural.