sábado, 24 de marzo de 2012

Carnavales de antaño en San Juan
Por Rufino Martínez para El Nuevo Diario

Como dos meses antes, el aire tibio de la noche empezaba a llenarse de sones de quenas, guitarras, violines, tambores, mandolinas, acordeones, bronces y maderas. Eran las comparsas que ensayaban para competir en los corsos. ¡Y a bien que no lo tomaban en serio! Los ensayos generales los hacían con colorines y todo. Un trozo de papel crepé rojo, empapado en saliva, era un colorete especial;

un corcho quemado daba el negro de las pestañas y el sombreado de los ojos.

Los trajes, de colores fulgurantes y chillones, colmados de lentejuelas, espejitos, flecos y abalorios seguían las añejas costumbres de los “chinos de la virgen “. La reina de la comparsa, tiesa y manito alzada, saludaba con tanta prosopopeya y decoro que uno no sabía si estaba en un corso o en un funeral.

Por otro lado, el ¡boomm, boomm, boomm! de las murgas, con sus picarescas canciones y refranes ponían una colorida nota de ingenua desfachatez, cuando no de simple grosería. ¡Así eran esos tiempos y así esa gente!

La noche que empezaba el corso, que se hacía en torno a la plaza 25, el aire, desde temprano estaba saturado del olor a la albahaca y la manzana que exhalaba la chicha que, en innumerables puestos se vendía al público, por vaso o por jarro ¡Beber chicha era una hermosa costumbre que, desgraciadamente se perdió. ¡Menos mal que, según se ve, la costumbre de beber vino tiende a incrementarse y eso, es el último aliciente para continuar en este politizado y mentiroso planeta! Los entornos de la plaza y tres o cuatro cuadras que le agregaban, lucían engalanadas con gallardetes, farolitos, mascarones, luces de colores, banderas y cuanto jaez servía para exaltar el colorido y la alegría de los corsos de aquellos años. La década del treinta fue muy especial en sus carnavales. ¡Después vinieron otros carnavales, otros pomos y otras serpentinas, que más vale no “meneallo”!


EL CORSO

A las nueve de la noche el disparo de una bomba de estruendo anunciaba el comienzo del corso y empezaba a llenar las veredas la más heterogénea mezcla de gentes que se pueda imaginar.

Los chayeros, verdaderamente chayeros, merecen especial atención.

Llegaban en clanes, el hombre, la mujer, los hijos, hijos políticos y ¡cómo éramos pocos parió la abuela! le agregaban algunos compadres y vecinos amén de los que se agregaban solos. El gran jefe iba adelante. Traje negro, sombrero negro, pañuelo negro al cuello, camisa blanca, zapatos negros (costaba verle la cara), sobre el costado izquierdo, colgaba del hombro una toalla blanca, de hilo (la del médico) con largos flecos y puntillas y en no pocos casos, bordaba con claveles rojos y grandes iniciales con los colores patrios.

El gran jefe, llevaba en la mano izquierda una latita (ex aceite) con agua, y en la mano derecha una rama de albahaca que, por instantes sumergía en la latita, y asperjaba de perfume y frescor a cuanto conocido, compadre o comadre encontraba al paso, los cuales, previo un ¡yuyuy, y muchas gracias! respondían con idéntica asperjación o con un chorrito de agua florida que manaba del pomo El Loro (y si el bolsillo lo permitía), agregaban el cumplido de una serpentina Bellas Porteñas.

¡Ni qué decirle que aún no se estilaba el pica-pica, el engrudo, la harina, ni enroscare! pomo vacío y revoleárse!o a la cabeza de algún punto o de alguna reina! ¡No señor, eso vino después! Apenas sí al final de corso y, raras veces, era dable escuchar algunos tiros o ver el refucilo de algún facón, entretenimientos que dirimían alguna diferencia personal o justificaban la excesiva ingestión alcohólica.

¡Por lo demás, todo iba bien, algún muertito no le cae mal a ningún cementerio! A todo esto ya el corso estaba en lo mejor. Iban por la segunda vuelta el desfile de carruajes ornamentados. Las comparsas (orgullo de barriada) rivalizaban en música y atuendos. ¡Era de ver a los muchachos de La Estrella Oriental, La Lyra, La Quena, La de Concepción y tantas que uno olvida!

Al paso de las comparsas, la gente aplaudía y les arrojaba serpentinas, que las reinas agradecían, bajando un poco el estandarte e inclinando la cabeza en señal de saludo y agradecimiento. El estandarte, adornado con bordados y lucecitas, era una muestra del ingenio colectivo del barrio. Detrás del estandarte, una chica empujaba un carrito con una batería eléctrica que encendía y apagaba las lucecitas. ¡Hay que apreciar que eso era la conquista máxima de la tecnología lumínica de entonces!

Luego de las comparsas (contribución del barrio) y los grandes carruajes (contribución del comercio y la industria) las murgas ocupaban el tercer puesto en la preferencia. El ingenio a veces desfachatado y siempre oportuno, resaltaba, en lo grotesco, los acontecimientos más salientes del año. Le seguían las máscaras sueltas y los pequeños conjuntos humorísticos que hacían las delicias (cuando no el fastidio) de los concurrentes al corso. Una muestra: dos abogados muy conocidos en el medio, ocultos bajo caretas y con guardapolvos largos y pintarrajeados formaban un dúo de originales vendedores. Uno iba adelante llevando sobre un hombro un palo de escoba donde había unas ristras de chorizos; el otro lo seguía con dos palas viejas y pregonaban: ¡Chorizos frescoooos! —y el de atrás— ¡Palas viejaaaas! Manera ingenua de divertirse insinuando la función del embutido lejos de la parrilla y la nostalgia de quienes ya habían llegado a los apacibles años.

A las doce de la noche, una bomba anunciaba el fin del corso y ¡a salvarse! empezaba la chaya y las corridas. ¡Ahí se desataba el indio y la prudencia era un simple nombre de mujer! Menos mal que las mamás con pequeños, previendo el final, se habían retirado temprano, buscando el descanso y esquivando el chapuzón.



LOS BAILES

A las doce de la noche terminaba el corso y empezaban a ponerse lindos los bailes. Los del Club Español eran los más concurridos y divertidos. Le seguían los de La Libanesa y, en orden decreciente, de pelo y color, Obreros del Porvenir, Camilo Rojo y Salón Buenos Aires. Los que se organizaban en algunas piletas y clubes de barrios, más que bailes eran riesgos. Pero, conservaban el atractivo y el candor de lo genuino y el acicate de lo imprevisto.

El aire de la noche se poblaba de melodías bailables de las que se destacaban los pasodobles Valencia y El Niño de las Monjas. Hasta las seis de la mañana la juventud bailaba y las mamás velaban y vigilaban.

Como a las siete, en coches de plaza, capota baja y jamelgo enjaezado, las familias empezaban a caer a lo de Camacho, la chocolatería de la calle Santa Fe (aún está) y bajaban la cerveza y las bilzes con un chocolate con churros. Luego, ya sol alto, enderezaban para las casas, con una rueda de tejeringos para los más chicos, que se habían quedado en casa. ¡Y a sacarse los zapatos, aflojarse los corsés... y a dormir! ¡Hasta el otro carnaval!

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